La
piedrecita, tenía que encontrar la piedrecita. Ni siquiera recuerdo
de qué estaba hecha, solo que ella me la dio un día en su casa, te
irá bien para la rodilla, y entonces yo muy obediente la colocaba
sobre mi lesión y apretaba con los dedos rogando no solo que me
curase sino también otras cosas, todas relacionadas con ella. La
busqué, busqué por cada rincón de la casa la piedrecita; ahora me
río pero entonces perdí la calma, apenas quedaban unas horas para
la despedida y yo todavía andaba buscando la piedrecita, incapaz de
encontrar una alternativa: la piedrecita, tiene que ser la
piedrecita, no puede ser otra cosa que la piedrecita.
Mi idea era
simple, yo solo quería dejarle en la maleta un regalo secreto, un
detalle que ella descubriera una vez deshecho el equipaje, al sacar
un libro, al buscar una prenda para salir a la calle. Nos habíamos
dicho ya casi todo pero yo aún quería besarla en un guiño
silencioso, en un deseo sin explicaciones, desde una distancia sin
palabras. Y por eso la piedrecita, qué mejor que la piedrecita.
Para
entonces hablábamos mucho sobre amar en libertad, sobre amar con
libertad; estábamos ya en el aeropuerto, cada uno iba a tomar su
vuelo, iban a ser seis meses, la escena tantas veces pensada ya
estaba sucediendo y yo estúpidamente solo preocupado por qué
pensaría cuando viese que la piedrecita que acabé por ponerle en la
maleta no era la que ella me dio; y ella hablaba de distancias, de
conexiones, y yo solo encontraba malísima la decisión de aquella
segunda piedrecita, además puesta dentro de un calcetín, qué
tontería ponerla ahí, y encima no era la piedrecita original, solo
un débil sucedáneo que encontré en la playa donde empezó todo; y
sí, los dos teníamos ganas de seguir juntos a la vuelta, pero dónde
demonios se había metido la piedrecita cuando más la necesitaba.
Eran abrazos
y eran besos y disfruta mucho y te escribiré cartas; los aeropuertos
son horribles para las despedidas pero en verdad son perfectos, tan
fríos, su espacio abstracto tan óptimo para dedicarlo enteramente a
eso, a despedirse sin distracciones. Sí, la angustia, el miedo y
también la ilusión, pero sobretodo la piedrecita, qué pensará
cuando vea la segunda piedrecita, tal vez comentarle algo, prepararla
para un posible desencanto, pero no, mejor decirle una vez más, te
quiero, voy a pensarte, y esconder por ahí el pánico al desastre,
la piedrecita farsante, el castillo de naipes desmoronándose.
Las horas de
vuelo, el desconcierto inicial, el primer hostal, nada de aquello
entró en mi retina con la pureza del presente, todavía pendiente de
si la piedrecita. Pero entonces el impacto dulcísimo, otra vez
sorprendido por tu audacia, por tu atenta manera de cuidar los
detalles: yo te había devuelto la piedrecita, es verdad que la
tenías tú y ahora la piedrecita, maldita sea, como fue que al final
me la pusiste tú en lugar de yo si nunca me separé de la maleta,
cómo fue que en lugar de dentro de tu calcetín apareció dentro del
mío, pequeña, robusta, estoy seguro que sonriente.