Abú, el huesito rojo y los setos de la nacional


Algunos ciclos tienen longitudes inverosímiles debido a que el pliegue que los desemboca en sí mismos llega demasiado tarde, cerrándolos en finales desplazados.

Eva tenía un perrito que se llamaba Abú, y que siempre andaba con un huesito rojo en la boca. Un día, mientras Eva conducía hacia casa con Abú en el asiento de atrás, y Abú sacaba (como de costumbre) la cabeza por la ventanilla del coche, el huesito rojo se le cayó.

El huesito cayó en los setos que hay al lado derecho de la carretera nacional de entrada a Tarragona, en el semáforo del cruce hacia La Canonja.
-Hace diecinueve años que se cayó el huesito... ¿Y te puedes creer que todavía miro a ver si lo veo?

La noche que Eva me contó la historia de Abú, el huesito rojo y los setos de la nacional, veníamos de Cambrils. Yo conducía como sedado voluntariamente: habíamos bebido un poco y exageraba en la prudencia. Pero el valor de aquella historia me despertó de repente.

-¿El perrito se llamaba Abú? -le pregunté.
-Sí.
Me parecía un nombre genial. Misterioso, y de magnífica sonoridad. Me lo repetí varias veces.
-Y... ¿te pasaba a veces que no pronunciabas la letra a, y lo llamabas, simplemente, Bú? -le pregunté.
Eva ya había aprendido a convivir con aquellas dudas mías, insignificantes pero importantísimas.
-Pues la verdad es que no lo habia pensado nunca.
Y era verdad, porque Eva nunca mentía.
-¿Y cómo es que nunca te paraste a buscarlo? -Me estava refiriendo al huesito.
-No lo sé, es una carretera muy transitada, un semáforo muy incómodo, nadie se para nunca aquí.

Me contó la historia precisamente cuando estábamos parados en aquella carretera, en aquel semáforo, junto a aquellos setos. El semáforo se nos había puesto en rojo, y estábamos parados en el lugar exacto. Eva miró hacia la derecha, y suspiró con melancolía.
-Hace diecinueve años que se cayó el huesito... ¿Y te puedes creer que todavía miro a ver si lo veo?

Fue entonces cuando vi, presentados ante mí como recuerdos de aventuras casi de infancia, toda una serie de imágenes clarísimamente organizadas. Vi a Abú morder un huesito rojo, subirse a un coche, sacar la cabeza por la ventanilla. El viento le alborotaba el pelo de la frente, y Eva conducía tranquila, escuchando a Los Suaves. El semáforo se estaba poniendo en ámbar, y Eva aceleró para que no se le pusiera en rojo. El acelerón sorprendió a Abú enmedio de un imprescindible ladrido hacia quién sabe qué ruido, y entonces el huesito rojo (de una especie de plástico resistente pero ya muy sucio) se le cayó. Eva alcanzó a ver, primero solo de reojo y a través del retrovisor, una sombra roja que saltaba del lateral del coche. Pero después, con un claro enfoque, alarmada por algun tipo de intuición sobrenatural (Eva tenía sueños premonitorios, sospechas concretísimas que terminaban por cumplirse), pudo ver la cola del huesito rojo rodando hasta adentrarse en el escaso espacio entre los setos del lateral de la carretera nacional.

Y es así como sucedió, estoy seguro. El incidente de la pérdida del huesito rojo de Abú en los setos de la carretera nacional sucedió exactamente cómo yo lo vi en aquel mismísimo instante en que Eva suspiraba con aquella melancolía.

-Nunca te paraste a buscarlo. -Dije, sin la menor intención de que sonase como una interrogación.
Porque Eva y yo habíamos llegado a concordancias silenciosas muy profundas en nuestras observaciones, y no había necesidad, ni de que yo se lo preguntase, ni de que ella contestase. Lo que siguió fue un silencio pensativo e innecesario. Porque cuando llegamos a casa, ninguno de los dos se bajó del coche. Era obvio que había que ir, que había que volver, así que arranqué el motor y dimos media vuelta en busca del semáforo, de los setos de la nacional, del huesito rojo de Abú.

Porque aunque hubieran pasado diecinueve años y las hipótesis más racionales descartasen cualquier esperanza de encontrarlo, todos merecíamos el esfuerzo de prestarle atención a aquel ciclo de longitud inverosímil que por fin tenía el pliegue adecuado (Eva por fin buscando el huesito rojo entre los setos), un pliegue que lo desembocaría en sí mismo hacia un final desplazado (nada menos que diecinueve años después), aunque ya fuera absolutamente indiferente si al huesito lo había recogido alguien, si estaba todavía intacto entre los setos, o si se había ido desintegrando poco a poco, y la especie de plástico rojo (resistente pero ya muy gastado) se había convertido en tierra para las raíces de aquellos setos, erosionado hasta tamaño imperceptible, como si fuera arena que se desliza entre los dedos antes de perderse en la inmensidad de la playa.