Primer acto

Era Julio, hacía calor, y yo estaba en el centro cívico de Bonavista. Escribía, o trataba de hacerlo, qué más da eso, mejor sigo. Recuerdo la botella de agua, la camiseta de “Cristo mal”, las actualizaciones de Ubuntu en el portátil. Lo habitual de mis mañanas literarias.

Pero entonces aquello. Lo inverosímil, lo inquietante, lo maravilloso. En primer lugar me pareció una forma elaborada de desasosiego, algo como una punzada minúscula y múltiple que me afectara en la piel, una ansiedad conocida que quise atribuir a la dosis de café. Qué ridículo me parece ahora que en aquel momento se me ocurriera pensar que eran mis preocupaciones, que habían decidido agruparse en un síntoma físico, localizado ahí, sobre el pecho derecho, como una picada de mosquito, una herida, o un dolor muscular.

Creo que lo definí como algo un poco más allá de la incomodidad. Pero la sensación no se mantuvo en un plano superficial, fácilmente ignorable. En un momento dado tuve que ir al baño. Sería interesante recordar qué era exactamente lo que estaba escribiendo (o tratando de escribir) en aquel momento, quizá pudiera extraer alguna conclusión. Pero no, no me acuerdo: mi memoria es un pez obeso que se alimenta de plancton sin ningún tipo de delicadeza. Aunque eso, probablemente, tampoco importe.

Y bueno, ya hemos llegado al primer momento importante de este relato. Una vez en el baño me quité la camiseta, y me di cuenta del fenómeno. Sencillo describirlo, en realidad: me había salido un tatuaje en el pecho. Pero muy complejo de digerir, si se es capaz de empatizar con la experiencia. Porque no era un dibujo abstracto, accidental, o confuso. Tampoco parecía un lunar que hubiera crecido en varias direcciones, como si una gota de tinte que naciera simbólica se hubiera esparcido por la piel ampliando su territorio hasta convertirse en un dibujo nítido. Nada de eso. Lo que tenía tatuado en el pecho derecho era el clarísimo dibujo de una completa y perfecta llave inglesa.

Por supuesto, la primera reacción fue el estupor. Después, como es lógico, la búsqueda de explicaciones. Pero nada es sorprendente tras el suficiente tiempo y en el contexto adecuado. Una llave inglesa tiene una seducción extraña, la mía (la de mi pecho) tenía su abertura ajustada a un tamaño como de un par de dedos, un grosor que invita a contener múltiples posibilidades. Era de color gris y estaba inclinada unos cuarenta y cinco grados, dando una sensación de comodidad, como si estuviera en la correcta posición, lista para ser usada.

Recuerdo con cariño la sensación de agradecimiento. Me parecía que, puestos a caer en el azar del universo del bricolaje, por lo menos no me había aparecido en el pecho el tatuaje de algo peor, como unos alicates. Las mordazas dentadas de los alicates producen un deterioro considerable en las superficies de las piezas que ajustan, cosa que la llave inglesa no hace, sobre todo si la pieza tiene una cabeza hexagonal. Y reconozco que, en aquellos momentos, aquello fue un alivio nada despreciable.

De hecho fue así, descartando posibilidades horribles, como me fui sintiendo mejor. Porque podía haberse tratado de dibujos mucho peores, inacabados, feos, o sórdidos. Podría haberse tratado también de un tatuaje a base de palabras y, aunque, evidentemente, algunos versos bien valen una posición eterna en cualquier cuerpo humano, me horrorizaba pensar en la posibilidad de encontrarme tatuada una de esas frases que empiezan con “en la vida”, o “hay gente que”, o del estilo “I love” tal cosa.

Hasta que, inevitablemente, de nuevo, la gran pregunta. ¿Por qué, una llave inglesa? No había motivo aparente así que, lo que hice fue volver a casa, a inspeccionar mejor el tatuaje. Cualquier demencia o posibilidad psicótica se tiene en cuenta en situaciones como esta. Y pensé: quizá en casa se vea diferente, o, quién sabe, quizá desaparezca.

Pero en casa aún se apreciaba con más claridad. El momento de tomar acciones era, pues, inaplazable. Lo primero era avisar a Eva. Pero, ¿qué iba a escribirle? “Eva, me ha salido un tatuaje en el pecho, una llave inglesa”. Un mensaje así despertaría sus alarmas, quizá innecesariamente. Y además, ¿qué pensaría de mi? Quizá sería mejor ir al médico antes, podría ser que no fuera un tatuaje real, sino solo algún tipo de pigmentación temporal, aunque dudosamente perfecta y, extrañísimamente, con la inapelable forma de una llave inglesa.

Pero a pesar de lo sorprendente, todo eran cuestiones laterales, situaciones que podían solventarse con más o menos gracia. Lo más importante era saber por qué, encontrarle un sentido, una explicación, un significado. Fue entonces cuando pensé que maniobrar con una llave inglesa como la del tatuaje me sugeríría alguna idea. Así que subí a la terraza en busca de mi vieja caja de herramientas. Ahí estaba mi llave inglesa, la recordaba haber usado para asegurar la estabilidad de la hamaca, hacía solo algunas semanas.

Y bueno, ya hemos llegado a otro momento importante del relato. Porque la llave inglesa no estaba en su lugar. Y claro, es bien sabido que jugar a las casualidades es un juego muy arriesgado. Uno suele asignarles un valor que, en realidad, no tienen. Se producen tantas y tantas casualidades que no detectamos porque no les ponemos atención que, después, cuando nos fijamos en una, nos parece extraordinaria cuando, en realidad, no lo es.

Sin embargo, también es cierto que hay casualidades extremas. Casos en que la relación es casi evidente que es directa. En mi caso, quise establecer un primer binomio pérdida-tatuaje. Es decir, una primera hipótesis: se me ha perdido la llave inglesa, y por lo tanto, me ha aparecido tatuada en el cuerpo.

Hasta aquí, opino que el suceso ya es dignísimo de analizar. Pero la realidad insiste en suministrarnos más y más (valga el chiste) vueltas de tuerca, y no dejarnos relajar. Días después, cuando me apareció en el antebrazo izquierdo un tatuaje con unas tijeras de cocina, sentí que algo o alguien me estaba empujando a ser cómplice de una cadena de sucesos a la que estaba condenado a participar.

Se me permita ahora entretenerme un momento, quizá lo que sigue tenga algo de valor: las tijeras que me aparecieron tatuadas en el antebrazo izquierdo eran las que a mí más me gusta usar, esas gordas, muy afiladas, que usan en las pescaderías. En el caso de las tijeras (como en el de las llaves inglesas) también siento que ejercen sobre mí una cierta seducción. Las encuentro ideales para desmenuzar los ingredientes para la ensalada, y adoro ese sonido agudo y exacto que producen cuando cortan con su infalible perfección metálica.

Y bueno, esa vez yo estaba en casa. Me estaba cambiando de ropa para salir a la calle y solo tuve que mirar al espejo para reconocer el segundo fenómeno. Reconozco que sentí miedo, pero enseguida una curiosidad especial, una prisa por bajar a la cocina (está claro, ¿verdad?) y comprobar si las tijeras estaban en su sitio, o no.

Y por supuesto, no estaban.